Entraste a la habitación y tus pisadas descalzas fueron más que oídas, adivinadas por mi alma, tu ropa de noche que dejaba ver tu delicada ropa interior brillaba con la luz que llegaba del exterior y mi corazón sacudido por la magia de ese momento apenas si dejaba escuchar sus latidos. Subiste al lecho creyéndome dormido y yo te dejé hacer; te abrazaste a mi torso desnudo y tus labios incendiaron mi cuerpo al sentirlos en mi piel; me di vuelta y descubrí tus ojos en los cuales el deseo ardía como brasas encendidas, besaste mi pecho y descendiste convirtiendo mis pectorales en una carretera donde los latidos eran caballos desbocados levantando polvaredas de pasión sobre la piel. Nuestros cuerpos danzaron melodías de amor sobre la cama y tus besos y los míos fueron dejando surcos de caricias mientras tus gemidos hacían eco a mis suspiros, tus caderas escapaban asustadas de mis manos golosas y tu vientre se adueñaba de mi virilidad. Ambos nos quemábamos en una pira de lujuria y de pasión y en medio de esa pira aún había un lugar para la ternura y la emoción; era amor y al mirarme en tus ojos encendidos, unos instantes antes de ser devorado por ese clímax anunciado pero igualmente inesperado tuve la absoluta certeza de que habíamos nacido el uno para el otro y de que todo el universo se había involucrado para que tú y yo nos encontráramos y finalmente nos amáramos. Ahora mientras lees el relato de este sueño que no es mío ni tuyo, pero que ambos hemos soñado, te preguntas si ya ha sucedido o si es que algún día sucederá y tu cuerpo a más de mil kilómetros del mío se estremece por esa sensación de pertenencia que ya es una absoluta realidad del corazón.
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